viernes, 30 de julio de 2010

La envidia



Una de las peculiaridades de la actuación envidiosa es que necesariamente se disfraza o se oculta, y no sólo ante terceros, sino también ante sí mismo. La forma de ocultación más usual es la negación: se niega ante los demás y ante uno mismo sentir envidia.

La envidia revela una deficiencia de la persona, del ser envidioso, que no está dispuesto a admitir. Si el envidioso estuviera dispuesto a saber de sí, a reconocerse, asumiría ante los demás y ante sí mismo sus carencias.

La dependencia unidireccional del envidioso respecto del envidiado persiste aún cuando el envidiado haya dejado de existir. Y esta circunstancia –la inexistencia empírica del sujeto envidiado y la persistencia, no obstante, de la envidia respecto de él-descubre el verdadero objeto de la envidia, que no es el bien que posee el envidiado, sino el sujeto que lo posee.

El envidioso acude para el ataque a aspectos difícilmente comprobables de la privacidad del envidiado, que contribuirían, de aceptarse, a decrecer la positividad de la imagen que los demás tienen de él (el envidioso tiende a hacerse pasar por el mejor «informado», advirtiendo a veces que «aún sabe más»). Pero adonde realmente dirige el envidioso sus intentos de demolición es a la imagen que los demás, menos informados que él, o más ingenuos, se han construido sobre bases equivocadas.

¿Cómo conseguirlo? Mediante la difamación. En efecto, la fama es el resultado de la imagen. La fama por antonomasia es «buena fama», «buen nombre», «crédito». La difamación es el proceso mediante el cual se logra desacreditar gravemente la buena fama de una persona.

Ahora vemos dónde está realmente el verdadero objeto de la envidia. No en el bien que el otro posee, sino en el (modo de) ser del envidiado, que le capacita para el logro de ese bien.

El envidioso es un hombre carente de (algún o algunos) atributos y, por lo tanto, sin los signos diferenciales del envidiado. Sabemos de qué carece el envidioso a partir de aquello que envidia en el otro. Pero, además, en este discurso destaca la tácita e implícita aseveración de que el atributo que el envidiado posee lo debiera poseer él, y, es más, puede declarar que incluso lo posee, pero que, injustificadamente «no se le reconoce». Ésta es la razón por la que el discurso envidioso es permanentemente crítico o incluso hipercrítico sobre el envidiado, y remite siempre a sí mismo. Aquel a quien podríamos denominar «el perfecto envidioso» construye un discurso razonado, bien estructurado, pleno de observaciones negativas que hay que reconocer muchas veces como exactas.

No sólo el sujeto envidioso es inicialmente deficiente en aquello que el envidiado posee, sino que el enquistamiento de la envidia, es decir, la dependencia del envidioso respecto del envidiado perpetúa y agrava esa deficiencia. Decía Vives: «Con razón han afirmado algunos que la envidia es una cosa muy justa porque lleva consigo el suplicio que merece el envidioso».

Una de las invalideces del envidioso es su singular inhibición para la espontaneidad creadora. Ya es de por sí bastante inhibidor crear en y por la competitividad, por la emulación. La verdadera creación, que es siempre, y, por definición, original, surge de uno mismo, cualesquiera sean las fuentes de las que cada cual se nutra. No en función de algo o de alguien que no sea uno mismo. Pues, en el caso de que no sea así, se hace para y por el otro, no por sí. Todo sujeto, en tanto construcción singular e irrepetible, es original, siempre y cuando no se empeñe en ser como otro: una forma de plagio de identidad que conduce a la simulación y al bloqueo de la originalidad.

El tratamiento eficaz de la envidia cree verlo el que la padece en la destrucción del envidiado (si pudiera llegaría incluso a la destrucción física), para lo cual teje un discurso constante e interminable sobre las negatividades del envidiado. Es uno de los costos de la envidia, un auténtico despilfarro, porque rara vez el discurso del envidioso llega a ser útil, y con frecuencia el pretendido efecto perlocucionario –la descalificación de la imagen del envidiado- resulta un fracaso total.

Su deficiencia estructural en los planos psicológico y moral aparece a pesar de sus intentos de ocultación y secretismo.

El escritor de la generación del 98, Miguel de Unamuno afirmaba que era el rasgo de carácter más propio de los españoles y escribió para ejemplificarlo su novela Abel Sánchez, en que el verdadero protagonista, que significativamente no da título a la obra, ansioso de hacer el bien por la humanidad, sólo recibe desprecio y falta de afecto por ello, mientras que el falso protagonista, que sí da título a la obra, recibe todo tipo de recompensas y afecto por lo que no ha hecho.

Dante Alighieri en el poema de El Purgatorio, define la envidia como "Amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos." El castigo para los envidiosos es el de cerrar sus ojos y coserlos, porque habían recibido placer al ver a otros caer. En la edad media el famoso cazador de brujas, el cardenal Peter Beasbal le atribuyó a la envidia el demonio llamado Leviatán, un demonio marino y que era sólo controlado por Dios.

Bertrand Russell sostenía que la envidia es una de las más potentes causas de infelicidad. Siendo universal es el más desafortunado aspecto de la naturaleza humana, porque aquel que envidia no sólo sucumbe a la infelicidad que le produce su envidia, sino que además alimenta el deseo de producir el mal a otros.

5 comentarios:

  1. Te envidio!! jajajaj :) Bah, no, no te envidio :) Y sí, bueno, no, vale un poco sí, bueno no, qué carajo? :) Bueno, hmm, a ratos, bueno, tampoco :) Ay, si es que no me decido. ¿Qué beneficios me va a traer envidiarte? Hmm, creo que ninguno, bueno pues entonces no te envidio.. Vale, me voy a desayunar, la falta de alimento afecta negativamente las pocas neuronas que tengo despiertas. Besos. (Y sí, la envidia, uno de los grandes males del mundo, por envidia hay guerras, personales, internacionales y mundiales... eso ya me basta para incluir cualquier tipo de catástrofe que detesto)

    ResponderEliminar
  2. Jajajajajajaj, haces bien en no envidiarme lo más mínimo, pues no hay nada que envidiar. Y si, tienes toda la razón, por desgracía por culpa de la envidia se está cociendo todo tipo de catástrofes innombrables. Ahora mismo hay un tira y afloja entre el Chavez y el Uribe del que el pueblo no tiene culpa alguna y como siempre va a pagar los platos rotos. En fin, la industria armamentística seguro que estará frotándose las manos.

    ResponderEliminar
  3. Muy interesante este análisis de la envidia, Polonius. Eso sí, creo que, por mucho que queramos negarlo, a todos nos afecta alguna vez, aunque sea a pequeña escala, y bueno, si se enfoca bien quizá no tiene por qué ser tan destructiva... Otra cosa son los "envidiosos compulsivos", siempre insatisfechos con lo que tienen y que se comparan continuamente con los demás, con lo que muchas veces la utilizan para hacer daño (ya que no pueden conseguir lo que quieren). Eso sí que lleva a guerras y conflictos internacionales, por desgracia.

    Un beso!

    ResponderEliminar
  4. Por supuesto, es muy dificil librsrse del pecado capital, aunque no me había puesto a analizar si en pequeñas dosis no es destructivo. Y si, los "envidiosos compulsivos" son todos aquellos que nos mandan a freir esparragos con solo decir Jesús. Piensa en un solo hombre que haya pasado a la historia siendo un completo canalla que no haya sido envidioso. No encontrarás a ninguno. Sin e3mbargo dale la vuelta y piensa en todos los hombres que han hecho un bien a la humanidad. Verás que entre sus defectos no estaba el de la envidia.

    ResponderEliminar
  5. Que descortés soy, se me olvidaba mandarte un beso!

    ResponderEliminar