jueves, 25 de octubre de 2012

El Dios Astur




Sobre el asfalto diáfano corrían dos caracoles
enseñando sus órbitas al Sol, cumpliendo cada
uno con las reglas que le establecía el Dios
Astur, que cabalgaba a lomos de un corcel
ciego mientras se aventuraba a seguir los
pasos de sus antepasados, aquellos que con el
silencio solían vagar por los edificios de
marfil, oro y marisco, dejándose abrazar
por niños castrados que odiaban su voz, ante
lo cual podían lavar con la esponja a las sílfides
de los edificios de marfil, oro y marisco, pero no
podían hacer uso del placer en sus cuerpecillos
porque les habían sesgado la razón de vivir.
Entonces el Dios Astur bajó por la inclinada
pendiente que formaba los legados de cinco
mil aromas de dama de noche, blandiendo su
espada, dirigiéndose con su atronador grito
a los hijos de la lucidez en la plaza del
rocío, cortándoles uno a uno la cabeza en señal
de su deidad, carcajeándose en cada cercenada
y lastimándose de no ser lo suficientemente
cobarde para sesgarse de un tajo su cuello y
terminar así la pesadilla de su orgullo y
celos mal infundados ya que los mortales
nada podían hacer con las inmortales, punto
aparte que él como Dios no podía morir nunca.
Los caracoles seguían su carrera ajenos a todo
lo que sucedía a sus espaldas cubiertas de moho.

Antonio Jiménez

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